Miguel Mosquera Paans, escritor
A lo largo de los últimos años, Occidente se ha escandalizado ante la emersión de continuos abusos sexuales practicados contra menores, no tanto en centros educativos, equipos deportivos o aquellas actividades donde está presente la infancia, señalándolos sólo cuando se vinculan con la política y la Iglesia, aunque se fundamenten exclusivamente en sospechas y elucubraciones sin fundamento.¿Acaso no hay paidofilia en otras actividades y confesiones religiosas? No, por más abuso que haya, la acusación sólo se cierne sobre las instituciones asociadas a la hegemonía . Es por eso que nadie escarba en la pedofilia del deporte, al atribuirle una salubridad, a veces fallida por el consumo de esteroides u otras drogas, ya que el el resto de ámbitos se distinguen la conducta nociva como ocasional y minoritaria frente a la Iglesia o el Poder.
De este modo si, por poner un ejemplo, en atletismo un entrenador droga o abusa de un deportista, todo se reduce a lo que es, un caso singular. No obstante para la Iglesia ese mismo caso singular se magnifica como una generalización. ¿Pero, existe alguna bese para ello? Seguramente se hace tabla rasa con el celibato, que a tantos religiosos ha afectado a lo largo de siglos. Sí, sin duda ha sido un condicionamiento responsable de una visión polémica del clero.
La ausencia de relaciones sexuales o la exclusión, han dado como resultado ilaciones antinatura entre adultos y niños y todo un rosario de denuncias de paidofilia en el estamento eclesiástico a lo largo de los últimos trescientos años. ¿Por qué? Porque no hay actitud más aberrante que el celibato que lleva a los más jóvenes a la obsesión aunque decaiga en perversión, y a los mayores a la búsqueda de una satisfacción que compense sus frustraciones.
Hasta aquí se habla casi de manual de psicología y psiquiatría pero, basándose en los mismos principios, ¿realmente se ha planteado alguien las consecuencias que ha tenido sobre la población, especialmente la infantil, guerras como la de Afganistán? Ahí precisamente es donde se encuentra el grupo humano de los grandes olvidados. Los medios se hacen eco del ingente volumen de solicitantes de asilo, refugiados y huidos de los conflictos bélicos —mayoritariamente varones—, y alguna mujer encinta. ¿Pero, qué pasa con los miles y miles de huérfanos, abandonados y olvidados por unos y otros?
Resulta obvio que en la carrera por la supervivencia muchas niñas acaban abusadas y comercializadas en un mercado de carne, pero, para vergüenza y evidencia de aquellos grupos politizados que siempre invocan el papel exclusivo de víctimas de las mujeres, los pequeños también son objeto de explotación. Occidente llegó a Afganistán arrasando a la oblación para dejar tras de sí una presencia militar testimonial que, lejos de buscar una paz justa y duradera, apenas permanece para blindar los intereses económicos y estratégicos de Europa y Estados Unidos.
Mientras, en un país donde la vida de la mujer está tan regulada que no da lugar a su presencia en la sociedad, los niños de Afganistán se ha convertido en una suerte de sustitutos de prostitutas, en una sociedad que acepta una suerte de efebos consumibles sin que ello afecte a su conciencia moral ni equilibrio social. Pero no en casos puntuales sino en un ejercicio global contra la infancia. Ese es el peaje que la puericia afgana ha pagado por su hipotética liberación a manos de la hipocresía islamista. Así el conflicto ha aflorado una práctica inveterada dentro de un contexto donde el abuso forma parte de la religión y de la aceptación social bajo el mal entendido sinónimo de que el significado de islam es sinónimo de sumisión, lejos de la divinidad y próximo a la esclavitud.
Esa es la realidad para la que se debe empeñar todo esfuerzo en atajar, al menos aquí en Occidente donde la sumisión y la esclavitud ha sido abolida. Evitando que el fanatismo religioso corrompa la sociedad con practicas perversas. Porque, como dijo Gabriel Miró, el futuro de los niños es siempre hoy. Mañana será tarde.
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