Parabellum

Miguel Mosquera Paans, escritor


Por supuesto siempre habrá quien piense que la hegemonía se alarga hasta el infinito, pero a poco que se mire, a excepción del apoyo de los integrantes del Tratado de Libre Comercio entre Canadá, México y Estados Unidos, medio mundo ya le ha ido dando la espalda al gigante americano, más aún desde que América Latina se ha sacudido el estigma de ser el patio trasero de Washington, capitaneados por el emergente Brasil.

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Ilusión semejante de eternidad acarició en su momento el Imperio Romano antes de sucumbir a la Edad Oscura; la Corona de Castilla al valorar un imperio inagotable bendecido por la gracia divina,   o el extenso poderío británico,  hecho trizas al tener que salir por la puerta trasera de La India. Es decir, que a lo largo de la historia distintos países se han rifado la supremacía mundial en una Bebel cíclica donde a la expansión le sigue el apogeo, para acabar dándose de bruces con el suelo apenas despunta la decadencia.

Dicho de otro modo, la plaza del dominio mundial además de  ocasional es finita, algo que en Norteamérica se intuye con mayor fuerza desde que tuvo que salir de Afganistán con el rabo entre las piernas, y Rusia mantuviera en jaque su sistema electoral. Está de más decir que la ambición por ocupar el primer puesto del ranking es lo que ha llevado a distintos conflictos entre Irán y Occidente, China contra la Unión Europea, y más recientemente la expansión del Kremlin sobre su área de influencia geopolítica.

Ahí están los elementos necesarios para batir un coctel en el que hay bofetadas para ver quien despunta, de modo que si Moscú se expone a toda una serie de sanciones por parte de Japón, América, Alemania, Inglaterra y la UE, quien aprovecha para arrimar el ascua a su sardina es China, que como miembro permanente de la ONU, cuando no veta, ni confirma ni desmiente, sacándole beneficio a la compra del gas siberiano a bajo coste y aprovechando para ganar su propia guerra sin gastar ni una bala, mientras aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, Estados Unidos planea lo propio para llenar sus arcas desempeñándose como mercachifle con sus aliados europeos.

Porque aunque aún hay quien no lo entienda, el derecho internacional es una entelequia basada en convenios, intercambios y acuerdos entre un país y otro estado o entidad supranacional, en una antinomia de fornicación y desencuentros, a la postre imposibles de obligar a cumplir. Prueba de ello fueron las quitas de los bancos argentinos o chipriotas que ningún gobierno fue capaz de recuperar, o la vulneración de los tratados de extradición dentro del Espacio Schengen, reducidos a papel de estraza entre España y Bélgica con el caso de Puigdemont. De hecho fuerzas como los cascos azules apenas ejercen de un papel testimonial en la normalización de un territorio, carentes de autoridad para participar en un conflicto bélico; el Tribunal Penal de la Haya disfruta de jurisdicción para juzgar a criminales de todo el mundo mientras fuera de su ámbito geográfico carece de capacidad para obligarlos a comparecer, o Naciones Unidas se cansa de sacar de la chistera resoluciones, en la mayoría de las ocasiones absolutamente estériles.


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