El precio de la libertad

Miguel Mosquera Paans, escritor


Día sí y día también, por la prensa surgen noticias sobre la liberación de mujeres obligadas a ejercer la prostitución, una forma más de esclavitud, en este caso añadida la explotación sexual. Mujeres procedentes de países con una economía, paradójicamente calificadas como emergente, cuya necesidad las lleva a enredarse con mafias de trata de humanos.

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Con el señuelo de oportunidades laborales, pasan la aduana con visados de vacaciones y, apenas ponen el pie en el país, sus captores le retiran el pasaporte, les exigen sumas desorbitadas por el traslado, y las obligan a prostituirse para abonar la deuda contraída con ellos. Palizas, incitación al consumo de drogas para tenerlas más fácilmente controladas, y amenazas contra la integridad de sus familiares, son argumentos contundentes para someterlas.

En ocasiones consiguen que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado consigan liberarlas, aunque no resulta fácil recuperar la vida a partir de ahí.  Pero la esclavitud en pleno siglo XXI no termina ahí desde las tribus en África sometidas a los arbitrios de empresas neocolonialistas, a la miríada de inmigrantes ilegales que en todas latitudes son explotados, coaccionados para trabajar en horarios demoledores por un plato de comida bajo la amenaza de denuncias a las autoridades de inmigración para ser repatriados como el menor de los castigos, como el caso de los espaldas mojadas en Estados Unidos, o directamente esclavizados como los subsaharianos que buscando alcanzar Europa, quedan encallados en Libia, trabajando en las más penosas condiciones de sol a sol en canteras a cielo abierto, después de haber sido vendidos por un puñado de euros, cuando no es el caso de los jornaleros en Brasil, explotados, sometidos e intimidados por pistoleros al servicio de los propietarios de haciendas.

Tal de lo mismo sucede con los africanos subsaharianos que transbordan en pateras cruzando por Gibraltar y desembarcados en las costas de Algeciras a riesgo de su vida, que en manos de sus transportistas acaban en redes de comercio clandestino de productos de origen asiático, comercializados en top-manta o forzados a la venta ambulante.

Una situación que no difiere en gran medida a la de los afrodescendientes bolivianos, que vieron cómo se abolía la esclavitud en Bolivia, apenas a mediados del pasado siglo XX, pero que, fuera del papel, siguen en una situación precaria y de exclusión, considerados para muchas cosas en su pais como ciudadanos de segunda clase.

Niños arrancados a sus padres mediante cantos de sirena de una vida mejor o simplemente secuestrados en Sierra Leona, para terminar en Egipto recogiendo flores de jazmín a las cuatro de la mañana porque sus pequeñas manos no destruyen los pétalos que sacian el hambre de lujo occidental por disfrutar de delicados perfumes, y que cuando sus dedos crecen a la par de su cuerpo son destinados a lupanares en Turquía  las niñas, mientras los adolescentes son deformados con reiteradas fracturas óseas para dedicarlos a la mendicidad.

Sin duda da escalofríos pensar que en Mauritania la esclavitud todavía es legal, pero no menos monstruoso son las condiciones en las que viven las mujeres en los estados islámicos, reducidas a la expresión mínima y a la sumisión absoluta al varón y a unas leyes en demasiadas ocasiones cavernarias.


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