La cárcel

Miguel Mosquera Paans, escritor


Hace mucho que nadie a vuelto a ver al señor Pepín sentado en un banco de la calle del Paseo, mirando con ansiedad hacia todos lados en busca de un rostro conocido con el que conversar recordando tiempos pasados, cuando la vida era más lenta y la localidad más pequeña. Pepín habita el apartamento en el que nació en la calle Cervantes, a ojo de buen cubero, hace unos ochenta y tres u ochenta y cuatro años, donde también vivieron sus padres.

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Heredero de aquel piso señorial, obra del insigne arquitecto Vázquez Gulías, que en un pasado remoto fue  emblema de Modernismo, muestra ahora los signos de la más terrible decadencia, en sintonía con su actual propietario. A través de los altos ventanales neogóticos adornados con vidrieras, la luz se filtra pincelando de color las estancias, permitiendo apenas la vista nítida del exterior por los cristales de la galería de la fachada principal.

Como la mayoría de edificios del casco antiguo, habitados por los mayores al ser oriundos de los barrios más castizos —a cuyo alrededor crecieron las ciudades—, la morada de Pepín dista del portal una angosta escalera de peldaños infinitos, trabajosa en relación directa proporcional a su edad. Como sus vecinos de los niveles inferiores, salir de casa al mercado es una aventura menor comparada con la odisea que luego han de enfrentar para subir.

A pesar de tener los huesos gastados y la musculatura flácida, faltarle el fuelle y no distinguir bien entre bache y bordillo de acera, Pepín se hacía ver a diario en cuanto el sol benigno de primavera lo permitía. Engalanado con un traje propio de antaño, zapatitos en punta; un fular de seda del año de la polca, una pajarita y un peluquín que de lejos publicaba su artificio. Pepín se recreaba observando a través de sus gafas el bullicio de la urbe, pese a que sus ojos iban perdiendo brillo a medida que los más veteranos finaban, tornándose mate cuando Olvido, su sempiterna compañera, entregó el alma.

Eso no impidió que con tesón o desgana, cada mediodía bajase a estirar las piernas aunque, a falta de interlocutor, sus conversaciones fueran cada vez más escasas, en tanto sus pensamientos se enredaran entre sombras y silencio. La televisión era sus único tertuliano en un diálogo sordo en el que Pepín refunfuñaba por todo y por nada, sin que el receptor le diera respuesta.

Pero finalmente llegó el confinamiento y Pepín se sentó en un sillón frente al televisor a devorar ávido noticias que iluminaran la esperanza, no ya de acabar con la pandemia, sino con el encierro. Añorando salir a la calle, se asomaba a la galería ansiado sentir una lluvia de primavera en su rostro, volviendo luego al sillón hasta que, poco a poco, se quedó anquilosado.

La farmacéutica avisó a la policía local: hacía tiempo que, pese a terminar el encierro, Pepín no había ido a buscar sus imprescindibles pastillas para la tensión. Al llegar los efectivos comprobaron que el anciano apenas era capaz de caminar. La vecina del primero le traía algunos víveres una vez a la semana pero, por más voluntad que le imprimiera, ahora era incapaz de bajar  la escalera.

Pepín ni siquiera barajó la idea de mudarse a un apartamento a la altura de la calle, ni qué decir disfrutar de la comodidad de un geriátrico donde se ocuparan de su bienestar: su escasa pensión no se lo permitiría. Asumió su condena a permanecer encerrado entre aquellas cuatro paredes, ya para siempre, por haber cometido el monstruoso delito de envejecer.


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