Aquí hay tomate

Miguel Mosquera Paans, escritor


Al parecer la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyden, aún no entendió el asunto de la ley de la demanda y la oferta, pese a que Putin se la recuerda día sí y día también. Está muy bien que a ella le gustaría poner un precio máximo al gas, pero en esa infantil quimera olvida las cinco variables esenciales. La primera, que el gas no es suyo. La segunda, que es de Rusia. La tercera, que quien tiene el grifo es Putin. La cuarta es que se lo vende a quien quiere y al precio que le salga de las campanillas del arco del triunfo, y la última, que le sobra mercado y demanda. China, sin ir más lejos, está consiguiendo su combustible de Rusia a un precio más que ventajoso, mientras Moscú continúa con su comercio y se ríe de los peces de colores. Es decir, doña Úrsula, que los sueños sueños son.

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Algo así le sucede a la ministra de trabajo, Yolanda Díaz, quien parece haberle cogido ya tanta querencia al escaño que, ansiosa de perpetuarse, se ha sacado de la manga una plataforma que la catapulte de nuevo, consciente de haber llegado a la bancada azul por pura chiripa. Por el bien de todos, como abogada sería deseable que goce de un conocimiento mayor en leyes que el mostrado en economía y empresa, porque si se la deja llevar por sus impulsos acabarán fusilándola los mismos agricultores que protestan por la diferencia del precio del tomate entre la huerta y el supermercado, y es que lo de ponerle un tope a la cesta de la compra apenas demuestra la falta de conocimiento de porqué  Checoslovaquia era comunista por la mañana y capitalista por la tarde; China dio un giro de l80º a su economía socialista, o la Unión Soviética colapsó.

Para que la señora ministra de trabajo comprenda que no se puede poner techo al monto de la cesta de la compra debería entender, además de las leyes económicas comunes para la presidenta de la Comisión Europea, que la cotización astronómica del tomate en el plato frente al de la tomatera producido en origen, obedece a toda la cadena de distribución para que pueda llegar a su mesa.

Cierto que el agricultor se queja del exiguo importe, pero la verdad es que no puede asumir producir el tomate y llevarlo al supermercado, la plaza o la verdulería —interesante lugar donde la ministra puede vociferar a placer—, por lo que se lo vende a un almacenista que debe retirarlo antes de que la hortaliza se desgracie. Resulta obvio que este intermediario paga al productor un valor inferior al de la plaza. A ese abono hay que sumar salarios y cotizaciones,  la amortización de las instalaciones de ensilado, el transporte y los respectivos impuestos, a lo que hay que sumar el beneficio de su actividad, valor que satisface el envasador, quien a su vez debe abonar salarios y cotizaciones, amortizar las instalaciones de envasado, los recipientes, cajas, el transporte, los beneficios y, por descontado, los impuestos respectivos, minuta que abona el distribuidor, quien también debe añadir al pecio pagado salarios y cotizaciones,  la amortización de infraestructura de distribución, los gastos de gestión, el margen de beneficio y los respectivos impuestos, cantidad que abona el supermercado o en vendedor al detalle, quien a su vez tiene que hacer efectivo el pago de salarios y cotizaciones,  la amortización de infraestructura de venta, los gastos de gestión, el margen de beneficio y los respectivos impuestos. La suma de todas estas cifras es lo que determina el coste que el consumidor satisface por un tomate, ya que el conjunto total devenga en el consumidor.

Por supuesto que la señora ministra puede pensar que si el propio agricultor asumiera la
distribución el precio del tomate bajaría. Craso error, porque si bien al labriego le supondría el mismo gasto antedicho, de poder reducirlo de manera efectiva, Hacienda dejaría de recaudar todos esos tributos necesarios para pagarle su sueldo de ministra, tan merecido por lo mucho que se estruja las meninges antes de sacar la lengua a pacer. Esta elemental explicación comprensible hasta para un cerebro de parvulario, deja claro la razón por la que no se puede poner techo al precio de la cesta de la compra, que depende además de variables como el valor del combustible, las semillas, fertilizantes, etc, es decir, las reglas de la economía de mercado, lo que evoca la tierna imagen de preescolar en ambas, von der Leyden y Yolanda Díaz, al confundir el culo con las témporas, y es que, por mucho que rimen, Estado no es lo mismo que mercado


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